Parte de la homilía del domingo 15 de octubre de monseñor Silvio Báez.

Incluso hay gente que tiene el corazón y la mente tan oscurecida por sus ambiciones desmedidas de dinero y de poder y tan cegados por su crueldad, que no solo no aceptan la invitación al banquete, sino que arruinan la fiesta de la vida: convierten la convivencia social en un triste velorio construido sobre el miedo, la mentira, la amenaza y la represión violenta. Muchos de nuestros pueblos no viven un momento de fiesta, sino de tristeza. Sin embargo, habrá fiesta. Es posible cambiar la tristeza en gozo y el miedo en esperanza. La invitación de Dios a la fiesta del amor y de la fraternidad, de la justicia y de la libertad sigue en pie. Y Él nos ayudará a celebrarla.

Precisamente lo más llamativo de la parábola de hoy es que, después del primer rechazo de los invitados, el rey siguió llamando a su fiesta y pidió a sus siervos que fueran a los cruces de los caminos y que invitaran a la boda “a todos los que encontraran”, de tal manera que la sala de bodas se llenó de “malos y buenos” (Mt 22,10). Dios no se echa para atrás y no desiste de invitar a su fiesta. Nuestro egoísmo y nuestro pecado no condicionan a Dios. A pesar de todo, habrá fiesta. El rey mandó a invitar a todos sin fijarse en lo méritos de las personas y sin muchas formalidades.
Así es Dios. Santa Teresa de Jesús, cuya fiesta celebramos hoy, nos recuerda que el Señor “no se acuerda de nuestra ingratitud (...), nunca se cansa de dar, ni se pueden agotar sus misericordias, no nos cansemos nosotros de recibir” (Vida 19,15). Si los corazones de los invitados se cierran, el Señor abre nuevos caminos por otra parte. Siempre encuentra una hendija por donde meterse en nuestra vida. Así de bueno es Dios. Cuando es rechazado, en lugar de perder la ilusión, la aumenta; en vez de olvidarnos, nos busca con mayor amor. Dios abre, amplía el horizonte, vuelve a empezar siempre, va más allá.
El rey, que representa a Dios, quiere que entren todos a la fiesta, buenos y malos, lejanos y cercanos. Hay lugar para todos. Es lo que también debemos seguir haciendo hoy como Iglesia: no cansarnos de llamar a todos a acoger el amor de Dios y no desistir de preparar la fiesta final aun en medio de las tribulaciones de la vida. Para entrar en esta fiesta no hay que pagar una intransmisible. Estamos todos invitados.
Basta con no poner excusas y no cerrar el corazón al amor, no dejar de escuchar la invitación de Dios y no arruinar la fiesta de la vida a los demás.
Al final de la parábola, el rey se encuentra con un invitado que lleva el traje de bodas.
El traje de bodas era un pequeño manto que se les proporcionaba a los invitados al entrar a la fiesta como signo de la invitación gratuita del rey y todos lo tenían que llevar puesto. Estar sin traje de bodas es no reconocer el don de Dios, dejar de agradecerle y olvidarse de que él nos ha invitado gratuitamente (Mt 22,12).
No lleva traje de bodas quien ya no sabe recibir de Dios ni esperar en Él.
No lleva traje de bodas quien vive en modo autosuficiente y cree que puede entrar a la fiesta con sus propias fuerzas.
El vestido de boda no se lleva sobre la piel, sino en el corazón. Todos tenemos el vestido un poco roto, sucio o remendado. No importa. Dios no se cansa de regalarnos siempre un vestido de bodas nuevo. No nos cansemos nosotros de recibir una y otra vez el don de su amor. Solo así gozaremos de la fiesta de la vida plenamente, no estropearemos la fiesta de los demás y estaremos atentos a que no se apague la alegría en nuestras casas, en nuestra sociedad y en nuestro corazón.



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